sábado, 23 de febrero de 2008

Y el Premio Nóbel de Jardinería es para...

Se recomienda tomar un protector gástrico antes y después de leer nuestro nuevo editorial, por simple precaución...

Año tras año, la triste y sosegada monotonía de nuestras vidas se ve interrumpida bruscamente a mediados de octubre. El sueño se nos vuelve ligero y comienzan a darse casos de insomnio. La gente empieza a lucir pronunciadas ojeras. Aparecen los primeros comportamientos violentos y hostiles entre colegas y vecinos. El consumo de tranquilizantes y somníferos se dispara. Tres días después de los primeros síntomas, las calles son tomadas por una horda de zombies víctimas de los efectos secundarios de la medicación. Comienzan los tumultos y los saqueos. La gente chilla. Corre de un lado a otro sin rumbo en una orgía de fuego y destrucción...es la inquietud natural que precede a la publicación de la lista de los ganadores del Premio Nóbel, por supuesto.

Por fin, llega el día esperado. Los informativos locales y nacionales dedican los tan ansiados 30 segundos de gloria a alabar la grandeza de aquellos que obran en beneficio de la Humanidad. El boletín reza más o menos de la siguiente manera:
"...y hoy se ha hecho pública la lista de los galardonados con el Premio Nóbel de este año. El Premio Nóbel de Literatura ha sido para Fulanito/a de Talycual mientras que el Nóbel de la Paz ha ido a parar a manos de Abdu'lah/im#iandf'l'd. A continuación, la ganadora del Gran Concurso Internacional de Miss Camiseta Mojada, pero antes, un consejo publicitario de nuestro patrocinador..."
En ese instante, la gente respira aliviada esbozando una beatífica sonrisa de tranquilidad y sosiego mientras las mangueras de agua a presión van amontonando en las aceras los cientos de cadáveres testigos de la tragedia. Y sólo queda esperar al año siguiente.

Hace poco, tras la resaca de tan conspicuo acontecimiento, me pregunté por qué Alfred Nóbel dispuso que, tras su muerte, los beneficios anuales de cierta porción de su fortuna invertida en valores bursátiles, se dividiese en cinco partes iguales, si tan sólo había dos categorías de premios a los que adjudicarlas. En ese momento decidí investigar. Tras consultar cientos de mohosos y antiguos volúmenes durante meses, hice un asombroso descubrimiento: cuenta la leyenda que hace largo tiempo otras tres categorías (llamadas científicas) eran igualmente prestigiosas: Física, Química y Medicina. Al descubrirlo corrí a la hemeroteca equipado con un microscopio electrónico y encontré a los galardonados de ese año en estas olvidadas disciplinas entre la letra pequeña.

Les propongo un sencillo experimento. Cojan lápiz y papel y salgan a la calle a preguntarle a la gente que tenga a bien hacerles caso por tres homenajeados con el Premio Nóbel que sean capaces de recordar. No lograrán obtener de ellos más que nombres de conocidos escritores junto con Al Gore y la Madre Teresa de Calcuta quizás. En algunos casos excepcionales, alguien mencionará a Einstein o a alguna otra figura mitológica como Richard Feynman; de la época en la que no sólo eran famosos los concursantes de los reality shows, sino también las más distinguidas personalidades del mundo de la ciencia.

No es mi intención restarle mérito a los grandes escritores del siglo XX y de lo que llevamos de siglo XXI ni tampoco menospreciar la encomiable labor de aquellos que han trabajado duro por la paz en este violento y hostil mundo en que vivimos. Simplemente me escandalizo ante la absoluta indiferencia que la ciencia produce entre el gran público ¿Qué podemos esperar de una sociedad como esta? Desde luego, no acalorados debates sobre la financiación de la investigación o las universidades. Ni tan siquiera las más mínimas inquietudes científicas a nivel divulgativo. Lo que es realmente esperable si se mantienen estas preocupantes tendencias es que millones de personas acaben entumecidas y atrofiadas ante las pantallas de sus televisores viendo con descerebrada perplejidad las tertulias políticas matutinas, que en esas fechas habrán terminado degenerando en sensuales espectáculos de lucha en el barro.
Sólo me consuela la idea de que si algún día hago fortuna, al morir y emulando a Alfred Nóbel, mandaré comprar diez mil cartuchos de dinamita y quinientas cajas de cerillas para, que tras mi muerte, se repartan cada año (a razón de cerilla usada y cartucho encendido por barba) entre todos aquellos que con su labor en perjuicio de la Humanidad, hayan llegado a ser merecedores de tan alto reconocimiento. Puede que entonces, el viejo Alfred deje de revolverse inquieto en su nicho al saber que por fin su legado sirve para algo útil.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Muy corrosivo. Me gusta tu estilo.