domingo, 17 de febrero de 2008

Y como vio que se aburría, creó Dios la estupidez...

En 2005 algunos estados sureños de EE.UU. se manifestaron a favor de implantar la enseñanza del creacionismo en las escuelas públicas (medida rechazada por el Tribunal Supremo). Ahora, las tesis creacionistas se han disfrazado de ciencia, han hecho las maletas y han desembarcado en España.

Pocas cosas han hecho tanto daño a la Humanidad como el platonismo. A su mismo nivel quizás pudiésemos colocar a la gripe española (única vencedora en la Gran Guerra), la bomba H (la más escalofriante manifestación del mundo subatómico) o la programación de Antena 3 (la peor expresión de vulgaridad desde la caída del Imperio Romano).

No digo que Platón fuese realmente consciente del daño irreparable que ocasionaría (incluso se cuenta de él que era un tipo simpático), ni tampoco que todo el mérito (o mejor la culpa) de su pensamiento fuese suyo. De hecho, tenía numerosos precedentes en los que inspirarse. Lo que está fuera de toda discusión es que ayudó a traer al mundo al engendro más vomitivo de la historia del pensamiento humano. Un concepto que convino en llamar Verdad.
Me refiero a la Verdad con mayúsculas. Algo que no se puede alcanzar con los sentidos. Algo que pertenece a otro mundo, oculto y misterioso. Algo etéreo. Amorfo. Volátil. Indescriptible. En otras palabras, algo que no existe. Y por una extraordinaria concatenación de desgracias, sus ideas han venido sobreviviendo durante siglos y ningún erudito que se precie ha perdido la ocasión de echarse la escopeta al hombro y lanzarse a la captura de ese ente fascinante y esquivo.

Esa concatenación de desgracias se remonta a los albores Edad Media. Los escritos de Platón, en lugar de cumplir su destino y servir como papel higiénico en algún frío y húmedo monasterio, se convirtieron en esa ansiada base ideológica que tanto necesitaba el cristianismo para madurar como fe autosuficiente y no tener que seguir mendigando conceptos de la rica teología judía. La mera existencia de la Verdad y sus ramificaciones filosóficas, sentaban las bases para desarrollar una compleja doctrina religiosa y moral que cuajase realmente en la Europa primitiva. La religión pasó de ser un conjunto de sinestras prácticas supersticiosas fusión de innumerables y ancestrales costumbres a considerarse una refinada disciplina del pensamiento en manos de la élite intelectual de la época.

El doblegamiento de las masas a la fe trajo consigo ambiciones políticas, guerras y masacres que condenaron al género humano a siglos de oscuridad y de abandono intelectual. Los pocos progresos que se hicieron en la Antigüedad grecolatina (que fueron escasísimos de por sí pero singularmente valiosos) se destruyeron al calor de las llamas en una orgía de sangre y tripas. Mucho tiempo después, comenzaron a emerger unos pocos héroes; personas de mentes abiertas que parecían salidas del humeante portal de alguna máquina del tiempo, cuya obra individual cubrió con creces los vergonzosos estropicios medievales. Me refiero a Galileo, Copérnico, Kepler, Halley, Taylor, Newton... Pero llegaron demasiado tarde ¿Se imaginan dónde estaríamos ahora si la Edad Media no hubiese existido? Imaginen cómo sería la civilización dentro algo más de mil años, porque más de mil años fue el tiempo que perdimos.

Pero, ¿cuál es la causa real de que las ideas modernas de la ciencia no se manifestasen mucho antes? ¿Fue exclusivamente culpa de la turbulenta situación política? ¿Hubo alguna otra razón por la cual el pensamiento quedó congelado? La respuesta es obvia: los únicos intentos del pensamiento científico iban entonces encaminados hacia el descubrimiento de la Verdad. Una Verdad compatible con el platonismo-cristiano. Se buscaba obtener determinados resultados y no otros. Se pretendía dar forma a la realidad perceptual partiendo de conceptos metafísicos inaccesibles a la experiencia. El enfoque era justo el opuesto al razonamiento científico verdadero. Un científico extrae información de la realidad perceptual y desarrolla un formalismo matemático lo más simple, compacto, elegante y simétrico posible (nunca más de lo posible) para poder explicar sus observaciones y realizar predicciones correctas y así controlar la realidad. No se pretende acceder a alguna Verdad a través de los hechos. No se busca una razón necesaria sino una explicación razonable. No nos casamos con una teoría poque sí. Si resulta ser equivocada, la destruimos sin más. Esta fue la causa de tan espectacular atraso y hasta que individuos valerosos no se atrevieron a pensar más allá de los límites establecidos desafiando lo que se daba por sentado, no se hizo ningún avance. Por esto, ciencia y religión a no ser de un modo poético y abstracto o puramente moral, son incompatibles del todo mientras se mantengan estos prejuicios sobre la realidad misma.

Esto es todo lo filosófico que considero que alguien razonable puede llegar a ponerse. Ir más allá es, como se dice en mi tierra, "hablar pendejadas". Lo lamentable es que hay quien va más allá (cientos de personas) discutiendo lo indiscutible y haciéndose un lío con la semántica (que no es más que un síntoma de que sus ideas no están nada claras, por otro lado) y embadurnándose de lodo las perneras de los pantalones inútilmente. Y este tipo de personas es especialmente propenso a caer en las garras de un neorebuznismo que asoma por el horizonte en pleno siglo XXI y que, amparado en ideas preconcebidas, proclama una pseudociencia inconsistente construida al revés que seduce e incluso conquista a individuos a los que se les supone una formación científica (y dos dedos de frente).
En enero de este año se celebró una serie de conferencias en las que expertos en la materia ponían en tela de juicio el mecanismo evolutivo proponiendo en su lugar la teoría del diseño inteligente y lo más extraordinario es que dichos actos no tuviesen lugar en la trastienda de alguna librería esotérica o debajo de un puente como habría sido natural sino en prestigiosos foros de debate incluyendo aulas magnas de facultades de universidades españolas (ver la noticia en el diario El País).

Si la podredumbre cultural ha llegado a un nivel tan lamentable en nuestro país, tal vez sea la hora de dar ejemplo y recurrir a acciones más drásticas (y mucho más del gusto de los neocreacionistas me atrevería a decir). Propongo amontonar leña en el centro de las plazas de cada ciudad, como se hacía en épocas del Santo Oficio, y pasar por la parrilla a todo aquel que se lo merezca por pecar de estúpido, puesto que si tan inteligente es el Diseño Divino, la imbecilidad debe ser obra de Satanás.

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